sábado, 17 de diciembre de 2011

La batalla de los sentidos.

Crónica de una guerra.

Entre bocadillos de chorizo y anillas de calamar un poema destila su sustancia como el ectoplasma de un espíritu que aún está tratando de ver la luz. Sin paz, el poema vuela y se desliza en la búsqueda de oídos sensibles a su mensaje.

Muchas bocas salivan a la vista de los manjares culinarios y las lenguas emiten ruidos sin tregua declarando la guerra a los oídos. El poema, esquivo a la frivolidad del rojo charcutero, huye y escapa.

Los oídos no encontramos el poema, no entendemos su mensaje porque en el fragor de la batalla el mensaje de los justos es débil.

Yo sólo he venido a comer, declaman las lenguas, ¿de qué me sirve un poema?¿de qué me alimentará el quejido de un violín?, ¿es que no puedo reírme? dicen algunas.

Pero es el alma del poema y el violín quien puede acallar el fuego de las papilas gustativas más caprichosas y superficiales. Y se hacen con la plaza, victoriosos, conquistan los corazones. El bar es nuestro.


sábado, 26 de noviembre de 2011

Lagartos.

Quizás hoy sea uno de esos días en que uno se encuentra tan extraño dentro del propio cuerpo que lo que nos toca vivir nos parece ajeno y obtuso. Nuestra actitud ante los hechos, a veces, no parece consecuencia de la voluntad. Más bien de otra que nos maneja que nos vapulea, estruja, voltea... Hay veces en que no se tiene la sensación de poder elegir lo que uno persigue o busca..., si no más bien, de que intentamos achicar agua y cerrar las  brechas que aparecen a cada momento y por sorpresa... Hoy parece ser otro de esos días en que el ánimo sólo te permite sobrevivir, seguir cada segundo, a avatares sin tregua ni aviso previo.

Quizás sea hoy uno de esos días en que vemos las cosas que suceden a nuestro alrededor grises y sin tonalidad, como cuando en el procesador de nuestro pc no están habilitadas las opciones. No se permite el acceso, ¿existe otra voluntad o quizás se trata de una causa desconocida, incomprensible para uno, por la que las cosas son de esta o aquella forma?

Quizás sea otro día en que las cosas son como son, y tú, uno mismo, eres una más en el conjunto. Un elemento más. No percibes tu influencia en este cosmos, como tampoco nada ni nadie puede apreciar la suya, acaso alguien pueda intuirla, sospecharla, a lo sumo sentirla subjetivamente.

Quizás tan sólo estamos de la manera más indolora posible, todos, como lagartos al sol.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Los otros.

Cierto es que son tantas las veces que siento admiración por muchos de los que me rodean y esta es infinita, que me hacen verme pequeña y pobre. Pero es cierto también que entonces aprecio que todos somos iguales en importancia en el equilibrio universal... Para mí, lo esencial es la reverencia a la naturaleza y a aquel conocimiento que deviene de su entendimiento, aquellas personas que se aproximan desde su humildad a este equilibrio interior que permite la comprensión de la naturaleza y los fenómenos del universo, y que precisamente, reconocen su exiguo conocimiento, pues para ellos ésta es su única certeza. Porque por éste, por el conocimiento, podemos llegar a comprender cuán ignorantes somos, esas son las que me parecen más sabias y las auténticas merecedoras de mi reverencia. Los demás, famosos o ignotos, ricos o no, hábiles con el verbo o la mano o no, ..., y yo somos como gotas de agua en el centro del big bang.

martes, 8 de noviembre de 2011

El juego del ciego.

El camino de los días nos hace sentir a veces como un ciego. Intentando defendernos de los tropiezos y golpes, cuya experiencia nos trajo en el pasado errores y sufrimientos, medimos lo nuevo que nos acontece de lo cual percibimos una pequeña porción, con aquella misma vara empírica. Y, ah, de cuando en cuando, las más insospechadas,  caemos otra vez en un gran error, y es que no vemos que la misma medida no sirve para todas las ocasiones.

El juego de la vida es así de impredecible.


lunes, 3 de octubre de 2011

Pequeños entornos conocidos.


Tarjeta de la Exposición.



 El espejo. 2000. 41x33 cm. Óleo.



Habitación azul. 2001. 81x65 cm. Óleo. 


Anturios. 2000. 81x100. Óleo.



 La salamandra. 1999. 100x81 cm. Óleo.


Verdicio. 2000 73x50 cm. Acrílico y óleo.



Naufragio. 2001. 65x50 cm.



El lirio. 2000.81x65 cm. Óleo. 


 Tijera. 2001. 41X33 cm. Óleo.


Vaso. 1999. 41x33 cm. Óleo.

Exposición realizada en 2001, con cuadros en su mayoría al óleo, 
pero que fue tomando forma a lo largo de mucho tiempo.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Un mar entre extraños.



Alguien dijo "Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años".

Se encontraron en un hotel de magníficos salones, donde se desenvolvía con la soltura de quien está habituado a los espacios y al trato distante de sus habitantes ya familiares para él, sin embargo.

Tomó una caña, mientras le preguntaba cosas con curiosidad, con calma, con seguridad y absoluto dominio de la situación, como si aquello importara realmente, pero disfrutando el momento. Ella dudó si tomar té o una coca-cola. Sus ojos, en un tono que alguien podría describir como grisazul, la miraban sin atisbo de timidez ni quiebro. Y una sonrisa velada y amable, que sólo reflejaba la satisfacción de descubrir un nuevo paisaje desde la ventana de la propia casa, señoreaba en su semblante. Paisaje que, si bien le sorprendía, no le proporcionaba tampoco el efecto de asomarse a un abismo, como quizás él esperaba de este encuentro. No halló adrenalina, si no un sabor como a té matcha - el té de ceremonia-, indefinible, apenas sentido, pero, no obstante, extraño y largo.

Decidieron cambiar de escenario y como ya habían previsto fueron a una playa cercana. Él previamente se cambiaría. La ropa de oficina no era adecuada obviamente para la excursión. Ella le esperó en el nártex de aquella catedral de lujo y ocio. J.C. salió con su bolsa Samsonite y sus Ray Ban, hacia su auto, un BMW deportivo y todoterreno, como si ese coche fuera la prolongación de su ser.

Al llegar a aquella duna, que servía de parking habilitado tiempo atrás, domada para este uso, bajaron de los coches y fueron hacia la playa. Los comentarios propios de dos desconocidos eran los únicos que aparecían ahora, tanto como habían hablado, reído y bromeado por correo electrónico antes de verse. Él, que miraba hacia el horizonte del mar desde la misma orilla, le recordó a aquel Friedrich, “El paseante sobre un mar de niebla” (donde un hombre examina, de espaldas al observador del cuadro, el lejano infinito), y ella sentía como si escuchara su pensamiento... como si, en la soledad de las olas, le oyera pensar “¿qué hago yo aquí?”. Y se volvió hacia M. diciendo ¿no te inspira el mar? .Para ella esta situación era ya común, cada vez se veía más rodeada de extraños, pero había aprendido a aceptarlo, a convivir en esta sensación de íntima soledad que recorría el paso de sus días. Desde lejos llegaban los gritos de unos niños que jugaban en la rompiente. Y la marea, como la vida, seguía desvelando cada ola, cada segundo.

J.C. le había prometido ser totalmente transparente a partir de ahora, pero qué importaría ya si estas fuesen sus iniciales o no, si era de Chile o de Quebec con padres españoles, qué importaba ya si ella conseguiría sembrar sus obras con palabras de mar... Ya no volverían a hablar, la nube tampoco sería nunca más un lugar común.

Él había obtenido la respuesta aquella tarde de brisa. Las olas rebajaban la arena bajo sus pies.

Ella volvería a su silente existencia.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Las horas muertas.




Exposición de pintura realizada en 2007, en
Cartagena, para la Galería Bambara.










Se trata de un trabajo en su mayoría  al óleo,
aunque también hay acrílico y técnicas mixtas,
donde se combinan bodegones y paisajes
urbanos  como espacios del individuo.







Catálogo: LAS HORAS MUERTAS

viernes, 9 de septiembre de 2011

Té turco

Esta una exposición que hice en la Galería la Bambara con motivo de "La Mar de Músicas, 2005" dedicada a Turquía. Espero que os guste.


miércoles, 31 de agosto de 2011

El escritor perdido.

Ya era tarde, faltaba poco para que amaneciera y aún no había podido dormir. Mientras las primeras luces del alba comenzaban a aclarar el cuadro de cielo añil que veía desde su ventana se asomó un poco para ver la calle y había llovido, el agua sobre el asfalto reflejaba las luces de las farolas deponiendo su fuerza bajo un cielo más claro cada vez. Abrió y el olor a tierra mojada, que parecía traer experiencias de otras vidas y de otros lugares, ese olor a hojas descomponiéndose y a humedad, le provocó el casi instittivo impulso de bajar a pasear en la soledad cosmopolita de la ciudad dormida todavía.

El aire limpio, en ese momento de apariencia irreal, le hizo colocarse la gabardina ajada por los años porque aún hacía un `poco de frío. Se encendió un cigarrillo y, caminando bajo los árboles desnudos, cavilaba. Algo había cambiado en él. En los últimos días no había conseguido escribir ni pintar nada. Desconocía la razón de esta desgana, pero la ausencia de ideas le inquietaba. Debía hacer una entrega de su próximo trabajo, el editor le imprecaba con llamadas que él no contestaba. La exposición a la que se había comprometido tampoco marchaba. Estaba seco. Parecía que la poesía lo había abandonado. Su familia se había ido antes. Así que se había convertido en un cascarón vacío. Su vida cada vez era más simple, y sin embargo, se veía incapaz de gobernarla. La abulia que esta vacuidad le traía era poderosa y lo dominaba. Sólo tenía fuerza para respirar, dejarse llevar, seguir, a pesar de la angustia que había acudido a él sin preámbulos.

Caminando sin rumbo por las avenidas de la ciudad, con la cara y el pelo mojados por una fina lluvia que apenas se dejaba ver, llegó a las afueras, al extrarradio de naves industriales, solares vacíos que exhibían plantas salvajes supervivientes en aquel páramo, una carretera a lo lejos por la que circulaba ocasionalmente un coche de débiles luces que supuestamente se dirigía a algún polígono industrial... El sol apareció de súbito sobre el perfil de los tejados de las últimas naves y le recordó una señal, una voz de alarma que le decía “precaución”. La trayectoria de su existencia le hacía temer un peligro indefinido, velado, pero que percibía como un verdadero peso. Un final.

Desde las afueras, llegó andando hasta la orilla del río que atravesaba la ciudad,  la luz diurna más intensa y el ir y venir ágil de los primeros trabajadores en las angostas callejuelas de los barrios obreros lo tranquilizó. Era una nueva sensación, de normalidad, como el despertar de una pesadilla. Pensó que volvería a su apartamento, este día soleado le abría una esperanza, una renovada confianza en sí mismo, incluso tenía una incipiente y extraña sensación de felicidad.

Volvió a paso rápido por el camino hacia casa, una inusitada energía le invadía. Quizás este fuera el inicio de algo distinto. Un nuevo relato.

martes, 2 de agosto de 2011

Dos perros y una mujer.

Él era un hombre maduro, su vida se resumía al presente. Nunca se preocupaba por el mañana, ni tenía recuerdos precisos ni cuentas pendientes, el dolor por ellos lo había eliminado y era feliz. Quizás en aquel momento no tenía ya nada en qué pensar, sólo esperar. Esperaba el amor. El amor incuestionable de sus dos perros, Sara y Muso, que siempre le acompañaban sin pedir nada a cambio, salvo, a lo sumo, un paseo por las brisas marinas de la costa. Y el amor de una mujer que sólo existía en su mente, y a la que dedicaba poemas con gran fruición... poemas eróticos, cargados de pasión, envueltos finamente por las palabras que, fluyendo despacio, iban abriéndose lentamente para desprender poco a poco esa atmósfera de calidez más propia del sueño que de la consciencia. Entre estas nieblas de sopor fantástico se redimía del pasado y el futuro, con sus tres amores.


Crepúsculo. Mar Menor, 2009.

jueves, 23 de junio de 2011

Cuéntamelo otra vez.

Le decía yo, cuéntamelo otra vez, que no tengo sueño. Y, con paciencia infinita, me contaba de nuevo aquella historia que me parecía de ficción.

“Mi familia era muy pobre. Mi padre muy severo, hablaba poco, pero conmigo era bueno. Él era pastor y sabía lo duro que era el trabajo. Sin embargo, mi madre, con la cuerda con que ataba a su cintura la llave grande de la despensa, siempre nos amenazaba si no hacíamos bien lo que ella quería. Éramos tres hermanas, las menores de los seis, tres varones y tres hembras, yo era la mediana de las tres mujeres y nosotras no íbamos al colegio. -Tú no sabes la suerte que tienes, porque yo deseaba tanto poder leer y saber escribir...- Pero mi padre decía: las mujeres no necesitan saber esas cosas, y hay muchas bocas que alimentar, así que a trabajar.

Sin embargo, él se compadecía de mí. Desde los cuatro o cinco años debía quedarme con el ganado, allá arriba en el monte, durante varios días a la semana y tenía miedo, frío y sed. Ya sabía muchas cosas... - no te creas - Cuando llovía me refugiaba debajo de las ovejas, allí no me mojaba -si llueve mucho, las ovejas se juntan y el agua no recala en la larga lana-, en los días de calor fuerte, si no me quedaba agua, me mojaba los labios en algún charco... y si me hacía una herida me cortaba la sangre con barro... Pero mi padre dijo un día que ya estaba bien, que yo era una niña aún pequeña y alguno de mis hermanos mayores podría hacerse cargo del rebaño.

Así pues, mi madre me daría trabajo en la casa, a partir de entonces debía ayudarle a ella y a mis hermanas a recoger leña y broza para la lumbre del hogar: sobre las cinco de la mañana, antes de que amaneciera, debíamos estar en la loma para que no nos vieran los guardas del marqués. Si no andábamos rápido o si nos entreteníamos con algún hallazgo en medio del bancal, mi madre, siempre atenta, nos daba un latigazo con su soga, que arañaba la piel de los brazos y las pantorrillas. No podíamos coger demasiada leña o lo advertirían y ya no podríamos volver en una temporada porque extremarían la vigilancia. Madre, vámonos ya, que hace frío, le decíamos. Cargábamos los haces de ramas a la espalda, atados con una cuerda de esparto de las que tejían mis hermanos; por la senda de vuelta, íbamos en silencio para no desvelar el sueño de los vecinos y que no pudieran delatarnos. Después, en casa, calentaríamos agua para que se lavaran los hombres en una palangana y empezaríamos a hacer la comida. Si quedaba agua caliente nos lavaríamos también nosotras. Madre siempre se quedaba para la última.

Cuando mi abuela enfermó, mi madre dijo que necesitaba de la ayuda de mi hermana mayor y la menor era demasiado pequeña para cuidar a la anciana. Y me correspondió irme a vivir con ella. Pero era muy, muy vieja, o, al menos, eso pensaba yo. Siempre quejándose, “aay... aay... aay...”, aunque no le pasara nada. -Lo creía porque yo pensaba que no tenía dolores-. Y siempre le advertía: “abuela, no soporto sus quejíos y si no se calla un día me voy y no vuelvo”. La mañana en que me marché por el camino abajo, ella salió a la puerta suplicando que volviera... yo era una niña, una niña de sólo siete años, y la abandoné... ahora la recuerdo: allí, junto a aquel umbral, doblada por la vejez, tan encogida, con su chaqueta de punto, delantal, la toca por encima de los hombros, medias y zapatillas, todo negro, sobre una pared encalada de un blanco reluciente... Madre no me obligó a volver, porque sabía que no lo haría aunque me matara a latigazos con su cuerda. Pero al poco tiempo me envió a trabajar de asistenta a la casa del marqués.

Para entonces ya me encaminaba hacia los nueve... aunque aún no alcanzaba a la pila para fregar los platos y era necesario que colocaran un cajón de madera donde solía subirme..., lo limpiaba todo... El marqués tenía un hijo de mi edad que estudiaba bachillerato -como tú harás dentro de poco-, se llamaba Federico, él quería enseñarme a leer y escribir: empezaba por escribir mi nombre y yo tenía que copiarlo, también me hacía repetir las palabras para que supiera cómo se decían, “que no se dice malacatón, no es albercoque, el lápiz se coge así...” y acababa por decirle que yo no podía aprender esas cosas, que se reirían de mí. Como así fue: los niños de mi calle, me decían que qué fina me había vuelto. Mis hermanos que, a ver si cuando supiera leer, ya no iba a querer limpiar la cochiquera... y me rompían los cuadernos.

Una vez, los marqueses vinieron de un viaje y me trajeron un vestido blanco, con una cinta azul que bordeaba un único volante que remataba la falda de talle bajo y un tímido escote, era el primer vestido que estrenaba en mi vida, era maravilloso, había también una cinta fina para el pelo. Cuando llegué a casa, con aquel vestido puesto y un lazo azul al final de mi larga trenza rubia, dijeron que parecía una señorita de esas que no saben hacer nada. De esta forma supe que sería una carga para mi familia si tenía educación.

En cierta ocasión, los marqueses se fueron y me dejaron a cargo de su hija, un bebé de pocos meses, y yo no me atrevía a dejarla ni para ir a tender la ropa, así que la dejé en un hueco del suelo apoyada a una pedriza que separaba la casa de la era, al lado de donde colgábamos la ropa de un hilo, porque allí hacía mucho viento y se secaba deprisa, y en un abrir y cerrar de ojos la mona me robó a la niña y se subió a un árbol que había dentro de una cerca... muerta de miedo por si la dejaba caer me apresuré, intentando que no advirtiera mi desazón. Le pedía, ya casi llorando, que me la diera y aquella mona vieja, riéndose, se golpeaba el pecho con su mano libre mientras sujetaba a la criatura con la otra apretándola contra sí como a una muñeca de trapo, y con el movimiento de su cabeza me decía que no. Sus ojos sádicos brillaban en la palidez del atardecer y chillaba sin parar. Y yo, cada vez más nerviosa, también gritaba. El casero, que oyó la algarabía, acudió y arrebató la niña al animal que, me dijo él, sólo quería asustarme.

Después de lo ocurrido, me devolvieron a casa. Mi hermana mayor y yo le dijimos a padre: la pequeña sí irá al colegio y no será una analfabeta como nosotras.”

- Y ahora que ya sabes lo importante que era para mí ir al colegio, creo que es mejor que duermas, porque mañana debes madrugar y estudiar.

Me arrebujé en aquel colchón de lana cuyo hueco a la medida de mi pequeño cuerpo me rodeaba de la calidez que yo sentía como el amor de mi tata, Lola. Hoy, desde la otra orilla, recuerdo sus palabras y su voz y la joven inconsciencia con que yo escuchaba la historia de su vida.

sábado, 18 de junio de 2011

Isabel Guerrero en Lo Ferro.














Una mujer delgada y menuda sube a un austero escenario, vestida de sombra y sangre, su silueta se quiebra ante el micrófono. Isabel Guerrero, descubre su alma con desgarro, con pasión y fuerza de corazón grande, su voz escala las cumbres de la noche. Arriba la luna observa las guirnaldas desde su soledad y una brisa las mece con silencioso vaivén. El cante ya discurre por mi respiración, entrecortada, y mi piel se estremece. Aquella voz, ya libre, juega con el rojo de las múltiples lenguas sobre el patio. La noche se envuelve en misterio bajo el cielo negro.

viernes, 27 de mayo de 2011

Trovador

Caleidoscopio de las palabras. Te dejas atravesar por ellas hasta que emergen de tu corazón a esta playa, donde el viento y a veces la brisa, formando grandes oleadas las arremolina y cierne, como un demiurgo las recoges y las ordenas, con cuidado y delicadeza, una a una las colocas con su natural postura... y así, en ese orden mágico de color semántico y fonético, poético, te rodeas como Alicia, dentro de ti, dentro de tu espejo poliédrico, envuelto en reflejos, fractales de aquello que sientes y que emerge de ti. Observo tu calidez desde el sonido titntineante de las olas meciéndose en la arena... y te veo jugar como un niño con cubo y pala construyendo poemas en tu castillo de espejos mágicos.

domingo, 15 de mayo de 2011

Obra antigua

Vaso con inflorescencia

Óleo, 40x40, 2008

Bodegón con semillas y casa.

Óleo sobre lienzo, 80x40. En junio de 2008.


La nube

Estuve hasta la madrugada dado una vuelta en Internet. Navegué, me sumergí buceando webs, blogs... ya empezaba a desorientarme... Quizás por el exceso de información, confundida me dormí. De mañana, la primavera gris me preguntó si mi vida ahora es la nube y la realidad, virtual. ¿Allí estarás?

jueves, 14 de abril de 2011

Este martes, 12 de abril, Rakú en el IES Ben Arabí


El rakú es una técnica de cerámica, que consiste en la cocción de piezas
con esmaltes mediante una secuencia de atmósferas de oxidación reducción
en un corto espacio temporal. Esta técnica, de origen coreano, fue apropiada
por los japoneses en el siglo XIV.
Su nombre procede de las primeras familias que lo adoptaron y significa
suerte. La prontitud y accesibilidad de factura permite que se realice en
fiestas y eventos donde los asistentes pueden elaborar sus productos
personalmente. Rakú significa también diversión, y es que es una actividad
dinámica y estimulante, algo mágica en sí misma, donde lo casual es tan
importante como lo que se controla y domina.

Cuando el recuerdo es la vida.
(Fragmento).
Ilustración a la novela "Tierra, tierra",
de SÁNDOR MÁRAI.

lunes, 4 de abril de 2011

RELATOS DE LA EXTRAÑEZA. Ella lloraba.



Lloraba y no era una rabieta, sentía el abismo al que se asomaba, y lloraba de miedo. No había nada que decir, porque yo sentía lo mismo. No existe el consuelo cuando la consciencia está tan presente. Era tan cálido el día..., el sol brillaba sin paliativos, la primavera se anunciaba y, sin embargo, una nube negra era lo único que tenía delante.



Y es que Mira no se encontraba, algo extraño ocurría que no llegaba a reconocer, desde que se levantó esa mañana, todo a su alrededor parecía seguir como siempre, pero algo había cambiado, tan esencial que, aún sin descubrirlo, hacía que ese mínimo cambio ignorado convirtiera su mundo en un entorno ajeno.



Cuando despertó, una ligera molestia en el cuello, un sordo malestar, le hizo pensar que no había conseguido dormir bien. Esa podría ser la razón de aquella sensación, como cuando se ha dejado algo importante por hacer y no podemos recordar qué es. De todas formas esto era diferente, ahora lo que no encontraba era ella misma. Y esta idea de pérdida la dejaba tan bloqueada y exhausta, que lo único que era capaz de hacer era llorar. Su mundo, su vida anterior había desaparecido bajo sus pies y ahora, ¿Cuál era el suelo que pisaba?

RELATOS DE LA EXTRAÑEZA. La luz.



La vi. Era blanca, intensa y a la vez difusa como procedente de una niebla y me iba envolviendo, me atraía como un fórceps que me extrajera de la obscuridad. De algún modo, esa extraña luz me llamaba, era lo único que existía a mi alrededor, aparte, claro, de otras personas, que calladas, también como yo, la miraban y caminaban hacia ella. Así, tal como nos acercábamos, una misteriosa felicidad nos inundaba.

Cuando abrí los ojos, estaba en mi cama, era por la mañana y el despertador no dejaba de sonar, con su zumbido estridente y molesto, insolente. Pero yo no reconocía lo que me rodeaba, a pesar de que todo parecía igual, como una copia del original, no sabía en dónde estaba aquello que había cambiado... No era una pesadilla... si no un sueño, quizás, una sensación desconocida.

La luz al fondo de la obscuridad que había visto en ese sueño... podría deberse más a mi deseo de abandonarme que a mi propio estado físico, esa experiencia que describen los que han llegado a estar casi muertos era lo que había sentido, pero yo estaba sana. La razón del porqué deseaba huir de la realidad me resultaba por completo desconocida.

domingo, 20 de marzo de 2011

LA PALOMA.



Una mujer conocí un día sin nada especial, ya era mayor, andaba con su soledad a pasos lentos, nada que esperar, nada por vivir. El arrastrar de sus días no abría puertas ni expectativas. Sus zapatillas ajadas se quejaban de un destino descolorido y sin amor y quién sabe si se dolían aún más que sus propios pies. Una vida macilenta y gris. Me crucé con ella por la calle y nunca había reparado en su presencia aunque era de mi barrio.


Esa mañana, se encontró una paloma herida y enferma, como ella misma, sintió que ese animal desvalido era su otro yo, la tomó entre sus manos, descubrió su pata malformada por los hilos que la amputaban. Su doloroso caminar le pareció menor que su inmensa pena. La llevó a una clínica veterinaria cercana y la cuidó hasta que su curación le permitió recuperar el vuelo.


Le abrió la ventana de la cocina donde la alojaba conviviendo con el saco de patatas y la botella del aceite medio vacía, en medio de la precariedad de su hogar. La paloma voló y después de pequeñas evoluciones se posó tímidamente sobre el mismo alféizar. Intentó un segundo vuelo, esta vez más largo y bajó al suelo posteriormente. La mujer pensó que había ayudado a un ser, querido ya para ella, a recuperar la libertad. Se sintió reconfortada.


Cuando bajó a la calle, reconoció a la paloma entre las otras y se alegró, al parecer ya no estaba sola, su recobrada movilidad le había posibilitado una conducta socialmente satisfactoria y ahora era una más entre todas.


La paloma la vió y la siguió... pero, extrañamente, aunque sus pasos ya eran más ágiles la seguían en su lento deambular, ella se preguntaba ¿Qué querrá ahora ésta? Parecía burlarse de los torpes ademanes de la mujer. Entró en una tienda y la paloma con un pequeño saltito fue tras ella, la miraba con su ojo negro remarcado en blanco con un gesto interrogante estirando el cuello mientras inclinaba la cabeza.


De vuelta a su casa la paloma aún la seguía, le picaba suavemente la zapatilla cuando se paraba, iba de un lado a otro trantando de demorar su caminar para no dejarla sola. Así llegaron al portal.


Unos días después nadie había visto a la mujer en el barrio.

Los vecinos alarmados por su desaparición y dado que no tenía familia allegada llamaron a la policía, un fuerte hedor hacía sospechar lo peor. Cuando entraron, la mujer yacía en el suelo entre un charco de leche con un brik cerca.


La paloma, posada en una de sus manos, esperaba.


M.J.

22 de enero de 2011.

lunes, 21 de febrero de 2011

DESIERTO


Era difícil encontrar el camino. La luz cegadora y el calor arrasaban aquel lugar. Ellos no lo sabían aún, pero ya estaban perdidos. Ante sus ojos, por encima de la tierra agreste, se alzaba una cortina invisible que ondulaba el paisaje con suavidad como cuando se acerca la marea de los recuerdos lejanos. Todo a su alrededor era semejante: piedra y tierra. ¿Dónde estaban ahora? Creían que debían encaminarse hacia el norte, siguiendo sus propias sombras bajo ese sol implacable. Pero todo era ya inútil. El puesto más cercano no se vislumbraba y cualquier signo de vegetación era insuficiente para refugiarse de la amenaza de la insolación y la muerte.

Por fin encontraron un caminante desaliñado que apareció sin saber cómo ni de dónde y siguió su ruta cerca de ellos sin apenas inmutarse, tal como si deambulara entre miles de personas en Trafalgar Square, pasó junto a ellos sin mirarlos, sin la más pequeña señal de atención, ni un saludo con la mano, ni un tic de incomodidad. Y le siguieron, ya que, aparentemente, sabía hacia donde se dirigía. Este hombre insólito tampoco se preocupó por los que le seguían recubiertos de lujosos harapos, “burgueses de Calais”, no parecía importarle que fueran a su espalda, como si él fuera su única salvación, sumisos a que él, un extraño, decidiera su destino en aquel infierno.

Pero, la apriencia extraordinariamente segura, febril y obstinada, del hombre que fue su brújula en ese último día no fue más que otro espejismo, otro efecto del sol, que con su luz blanca quemaba el cerebro y las ideas aún antes que la piel. Enloquecido, estaba muerto antes de caer.

--
M.J.

lunes, 17 de enero de 2011

CAMIONEROS.

CAMIONEROS.

Les gustaba pasear por el barrio arrastrando camiones de juguete, con su ya avanzaba adolescencia cercana a los diecisiete, llevaban esos grandes vehículos de plástico como ampliados a su escala, tiraban de ellos a través de un hilo haciendo que atravesaran el asfalto, las piedras de la cuneta y hasta la tierra acumulada bajo los bordillos. Iban por una calle, otro día los veía en otra diferente. Como niños eternos encontraban la satisfacción de un trabajo bien hecho en su transporte de un camión desvencijado y casi muerto con el faro caído y una rueda rota. Despeinados y mal vestidos... eran los camioneros más vocacionales que he conocido. Dos chicos de semblante feliz, que parecían encarnar alguna esencia especial e inocente.
Hace tiempo que no los veo.

sábado, 15 de enero de 2011

Instante (inasible)


Poema dedicado después de un día de maravillosa convivencia en Orihuela, pueblo y alma de Miguel Hernández, donde lo homenajeamos el día 1º de mayo, en el año de su centenario. Allí nos encontramos muchos, ¡gracias Conde!


Instante (inasible)

Se abrazaban los versos
con brazos de cordura
hechizando los hombros
de hombres sin almadura

azuzando el espejo
instantánea locura
al observarse añejo
robando nuestra frescura

palpando estoy la tecla
rozando conjeturas
contemplando de cerca

la estampa de un “sin duda”
todo tiene un porqué
y una flor, María José


-Condevolney 04-05-2010-

martes, 11 de enero de 2011

La casa (relato)

LA CASA.
Una mujer, joven, de unos cuarenta años. De complexión delgada pero no es deportista, sus músculos lacios anuncian su ánimo. Su pelo, medianamente rubio, deja asomar insolentes canas sobre su sien. Unos ojos oscuros de color indefinido, que hacen preguntas sin respuesta cuando te miran, están ahí, cansados de saberse grandes, preguntadores e impertinentes, sacando realidades que otros no quieren ver. Ojos no negros, son como una espiral que te absorbe hasta llegar a una verdad sin palabras, una verdad única, el oráculo que nos revela nuestro miedo jamás descubierto. Sus pestañas, largas como toldos al anochecer, atenúan la mirada incómoda de tan triste y sincera. Una boca de labios finos pero bien dibujados en el rostro, de perfil algo anguloso, su sinuosa comisura se muestra tranquila y aquietada. No decir nada es la última prescripción de la mente. Nada es la verdad más absoluta y es así cuando aún no hay sonido. La comisura, un labio sobre el otro suavemente descansando, asumiendo un destino fútil. Rodeada por la carne de las mejillas que es probable que comience a acusar la edad, contribuye con ellas a esa quietud del alma que los ojos anticiparon. El pelo, algo desordenado, trae resonancias de una alegría que otrora fue real.
Sentada en una butaca verde, en la penumbra de su casa, siente el silencio con que respira el edificio este mediodía de agosto. El calor la oprime, un peso que le impide tomar aire.
La casa, carcelero y refugio, se adueña de su mente y su cuerpo.
En estos días de sofocante calima, ella, como siempre, mantiene las persianas bajadas y las maderas de las ventanas cerradas para atesorar el frescor húmedo de la sombra. Allí, de esta manera, parece cobrar un suspiro de vida, y esa oscuridad diurna se convierte en su propia alma.
De la butaca al sofá, la mujer se tumba un rato. No tiene ganas de comer. La inactividad de su cuerpo se acrecienta paulatinamente. No piensa. Sólo siente la angustia de saber y el dolor de sus vísceras retorciéndose.
Oscurece, poco a poco cae la tarde, apenas entra luz y la rodean geométricas siluetas.
No hay movimiento alguno. Cierra los ojos. Así, sin abrir los labios, sin apenas sentirlo, exhala su último aliento. Y esta casa es su última morada.
Cartagena a veintinueve de marzo de dos mil diez.
Mª José Contador.

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