jueves, 23 de junio de 2011

Cuéntamelo otra vez.

Le decía yo, cuéntamelo otra vez, que no tengo sueño. Y, con paciencia infinita, me contaba de nuevo aquella historia que me parecía de ficción.

“Mi familia era muy pobre. Mi padre muy severo, hablaba poco, pero conmigo era bueno. Él era pastor y sabía lo duro que era el trabajo. Sin embargo, mi madre, con la cuerda con que ataba a su cintura la llave grande de la despensa, siempre nos amenazaba si no hacíamos bien lo que ella quería. Éramos tres hermanas, las menores de los seis, tres varones y tres hembras, yo era la mediana de las tres mujeres y nosotras no íbamos al colegio. -Tú no sabes la suerte que tienes, porque yo deseaba tanto poder leer y saber escribir...- Pero mi padre decía: las mujeres no necesitan saber esas cosas, y hay muchas bocas que alimentar, así que a trabajar.

Sin embargo, él se compadecía de mí. Desde los cuatro o cinco años debía quedarme con el ganado, allá arriba en el monte, durante varios días a la semana y tenía miedo, frío y sed. Ya sabía muchas cosas... - no te creas - Cuando llovía me refugiaba debajo de las ovejas, allí no me mojaba -si llueve mucho, las ovejas se juntan y el agua no recala en la larga lana-, en los días de calor fuerte, si no me quedaba agua, me mojaba los labios en algún charco... y si me hacía una herida me cortaba la sangre con barro... Pero mi padre dijo un día que ya estaba bien, que yo era una niña aún pequeña y alguno de mis hermanos mayores podría hacerse cargo del rebaño.

Así pues, mi madre me daría trabajo en la casa, a partir de entonces debía ayudarle a ella y a mis hermanas a recoger leña y broza para la lumbre del hogar: sobre las cinco de la mañana, antes de que amaneciera, debíamos estar en la loma para que no nos vieran los guardas del marqués. Si no andábamos rápido o si nos entreteníamos con algún hallazgo en medio del bancal, mi madre, siempre atenta, nos daba un latigazo con su soga, que arañaba la piel de los brazos y las pantorrillas. No podíamos coger demasiada leña o lo advertirían y ya no podríamos volver en una temporada porque extremarían la vigilancia. Madre, vámonos ya, que hace frío, le decíamos. Cargábamos los haces de ramas a la espalda, atados con una cuerda de esparto de las que tejían mis hermanos; por la senda de vuelta, íbamos en silencio para no desvelar el sueño de los vecinos y que no pudieran delatarnos. Después, en casa, calentaríamos agua para que se lavaran los hombres en una palangana y empezaríamos a hacer la comida. Si quedaba agua caliente nos lavaríamos también nosotras. Madre siempre se quedaba para la última.

Cuando mi abuela enfermó, mi madre dijo que necesitaba de la ayuda de mi hermana mayor y la menor era demasiado pequeña para cuidar a la anciana. Y me correspondió irme a vivir con ella. Pero era muy, muy vieja, o, al menos, eso pensaba yo. Siempre quejándose, “aay... aay... aay...”, aunque no le pasara nada. -Lo creía porque yo pensaba que no tenía dolores-. Y siempre le advertía: “abuela, no soporto sus quejíos y si no se calla un día me voy y no vuelvo”. La mañana en que me marché por el camino abajo, ella salió a la puerta suplicando que volviera... yo era una niña, una niña de sólo siete años, y la abandoné... ahora la recuerdo: allí, junto a aquel umbral, doblada por la vejez, tan encogida, con su chaqueta de punto, delantal, la toca por encima de los hombros, medias y zapatillas, todo negro, sobre una pared encalada de un blanco reluciente... Madre no me obligó a volver, porque sabía que no lo haría aunque me matara a latigazos con su cuerda. Pero al poco tiempo me envió a trabajar de asistenta a la casa del marqués.

Para entonces ya me encaminaba hacia los nueve... aunque aún no alcanzaba a la pila para fregar los platos y era necesario que colocaran un cajón de madera donde solía subirme..., lo limpiaba todo... El marqués tenía un hijo de mi edad que estudiaba bachillerato -como tú harás dentro de poco-, se llamaba Federico, él quería enseñarme a leer y escribir: empezaba por escribir mi nombre y yo tenía que copiarlo, también me hacía repetir las palabras para que supiera cómo se decían, “que no se dice malacatón, no es albercoque, el lápiz se coge así...” y acababa por decirle que yo no podía aprender esas cosas, que se reirían de mí. Como así fue: los niños de mi calle, me decían que qué fina me había vuelto. Mis hermanos que, a ver si cuando supiera leer, ya no iba a querer limpiar la cochiquera... y me rompían los cuadernos.

Una vez, los marqueses vinieron de un viaje y me trajeron un vestido blanco, con una cinta azul que bordeaba un único volante que remataba la falda de talle bajo y un tímido escote, era el primer vestido que estrenaba en mi vida, era maravilloso, había también una cinta fina para el pelo. Cuando llegué a casa, con aquel vestido puesto y un lazo azul al final de mi larga trenza rubia, dijeron que parecía una señorita de esas que no saben hacer nada. De esta forma supe que sería una carga para mi familia si tenía educación.

En cierta ocasión, los marqueses se fueron y me dejaron a cargo de su hija, un bebé de pocos meses, y yo no me atrevía a dejarla ni para ir a tender la ropa, así que la dejé en un hueco del suelo apoyada a una pedriza que separaba la casa de la era, al lado de donde colgábamos la ropa de un hilo, porque allí hacía mucho viento y se secaba deprisa, y en un abrir y cerrar de ojos la mona me robó a la niña y se subió a un árbol que había dentro de una cerca... muerta de miedo por si la dejaba caer me apresuré, intentando que no advirtiera mi desazón. Le pedía, ya casi llorando, que me la diera y aquella mona vieja, riéndose, se golpeaba el pecho con su mano libre mientras sujetaba a la criatura con la otra apretándola contra sí como a una muñeca de trapo, y con el movimiento de su cabeza me decía que no. Sus ojos sádicos brillaban en la palidez del atardecer y chillaba sin parar. Y yo, cada vez más nerviosa, también gritaba. El casero, que oyó la algarabía, acudió y arrebató la niña al animal que, me dijo él, sólo quería asustarme.

Después de lo ocurrido, me devolvieron a casa. Mi hermana mayor y yo le dijimos a padre: la pequeña sí irá al colegio y no será una analfabeta como nosotras.”

- Y ahora que ya sabes lo importante que era para mí ir al colegio, creo que es mejor que duermas, porque mañana debes madrugar y estudiar.

Me arrebujé en aquel colchón de lana cuyo hueco a la medida de mi pequeño cuerpo me rodeaba de la calidez que yo sentía como el amor de mi tata, Lola. Hoy, desde la otra orilla, recuerdo sus palabras y su voz y la joven inconsciencia con que yo escuchaba la historia de su vida.

sábado, 18 de junio de 2011

Isabel Guerrero en Lo Ferro.














Una mujer delgada y menuda sube a un austero escenario, vestida de sombra y sangre, su silueta se quiebra ante el micrófono. Isabel Guerrero, descubre su alma con desgarro, con pasión y fuerza de corazón grande, su voz escala las cumbres de la noche. Arriba la luna observa las guirnaldas desde su soledad y una brisa las mece con silencioso vaivén. El cante ya discurre por mi respiración, entrecortada, y mi piel se estremece. Aquella voz, ya libre, juega con el rojo de las múltiples lenguas sobre el patio. La noche se envuelve en misterio bajo el cielo negro.

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