domingo, 31 de marzo de 2013

El juego del escondite.

El barrio que recuerdo de mi infancia no disponía de asfalto en las calles, y por supuesto tampoco había alcantarillado. Unas pequeñas canalizaciones se habían creado de forma natural por el centro de la calle por donde solía discurrir el agua, a veces no muy limpia o quizá todo lo contrario, que las mujeres derramaban cuando vaciaban con fuerza explosiva sus cubos de fregar.  El tiempo seco del verano hacía que cuando se formaba algo de aire el polvo que levantaban los esporádicos coches que por allí se aventuraban se hiciera algo insoportable. Es posible que fuese esta la razón por la que las madres jóvenes acostumbraban a regar la puerta de sus casas con la manguera - las más apegadas a la tradición esparcían el agua a mano desde un balde, rociar, decían ellas - para sentarse después a vigilar el juego de las niñas en la calle polvorienta recién refrescada. Era frecuente por aquellos días el juego de la comba y el elástico, y ellas cantaban canciones de corro, casi rituales, rítmicas y repetitivas, siguiendo aquellos movimientos incomprensibles en su esencia para cualquier adulto, que todavía rememoro sin esfuerzo, casi espontáneamente.

Conforme caía la tarde se congregaba junto a ellas un buen grupo, todas ellas mujeres casadas, algunas ya viudas, abuelas también, y quizá alguna joven soltera cosiendo piezas de su ajuar, mientras las niñas jugaban a su alrededor. Los chicos jugaban corriendo calle arriba y abajo. Ellos preferían otros juegos, como el de policías y ladrones... Y en ocasiones unas, las niñas, y otros se ponían de acuerdo por un momento, se escondían unos y otros los buscaban, pero siempre eran los más pequeños los que eran encontrados antes, lo que parecía satisfacer mucho a los mayores. Se llamaba el escondite. El grupo de mujeres se entregaba a las labores que traían, ya fuera ganchillo o bordado, eso daba igual, y hablaban sin parar. Se contaban las noticias de la calle, y de todos los conocidos, se regocijaban de compartir esos secretos, de poder añadir detalles por nimios que fueran, de escudriñar cualquier situación nueva. En sus sillas y mecedoras tomaban el fresco con un oído en lo que se contaba y un ojo en las niñas que parecían habitar en otro mundo cuya comunicación fundamental se constituía de saltos y cánticos atávicos con los que ejecutaban sus complicados ejercicios.

Yo era una niña, pequeña para mi edad, menuda y delgada, intentaba participar en los juegos de mi hermana mayor y las vecinas, pero demasiado diferente en estatura  para competir con las demás, así que sistemáticamente me quedaba mirándolas jugar, desde el portal en que me sentaba, cerca de mi madre. Pero es que deseaba con toda el alma estar con mi hermana, cuando venían sus amigas, y saber qué hacían, de qué hablaban, ir a comprar con ellas al puestecillo de chucherías de la plaza un cartucho de pipas... Cualquier cosa y todo. Y por mucho que lo intentaba era excluida, siempre.

Ahora sé que todos aquellos juegos no eran más que un ensayo del juego más difícil de todos. La ocultación, la exclusión, la competitividad, ganar y perder, disfrutar los triunfos, sufrir la diferencia. Vivir.

Pasaron los años y me marché de aquí con la alegría del que escapa a su destino. Después de muchos más años he vuelto, y oigo los ecos de nuestras voces en las calles, en las puertas tapiadas de las casas. En aquellas calles, a las que juraría tiempo atrás que nunca iba a volver, todo había cambiado: las calles asfaltadas, y alcantarillas en las esquinas, coches aparcados junto a las aceras. Ya no había niños y niñas jugando, ya no se veían mujeres bordando o haciendo ganchillo junto a los portales en la sombra vespertina de este verano del 2012. El progreso, los coches, el asfalto, el alcantarillado, tecnología del aire acondicionado, la comida rápida, los ajuares de ikea... se llevaron todo aquel mundo de labores y juegos en plena calle a la sombra del alero de nuestras casas en las calurosas tardes veraniegas. La lucha por la supervivencia, permanece.







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