lunes, 17 de enero de 2011

CAMIONEROS.

CAMIONEROS.

Les gustaba pasear por el barrio arrastrando camiones de juguete, con su ya avanzaba adolescencia cercana a los diecisiete, llevaban esos grandes vehículos de plástico como ampliados a su escala, tiraban de ellos a través de un hilo haciendo que atravesaran el asfalto, las piedras de la cuneta y hasta la tierra acumulada bajo los bordillos. Iban por una calle, otro día los veía en otra diferente. Como niños eternos encontraban la satisfacción de un trabajo bien hecho en su transporte de un camión desvencijado y casi muerto con el faro caído y una rueda rota. Despeinados y mal vestidos... eran los camioneros más vocacionales que he conocido. Dos chicos de semblante feliz, que parecían encarnar alguna esencia especial e inocente.
Hace tiempo que no los veo.

sábado, 15 de enero de 2011

Instante (inasible)


Poema dedicado después de un día de maravillosa convivencia en Orihuela, pueblo y alma de Miguel Hernández, donde lo homenajeamos el día 1º de mayo, en el año de su centenario. Allí nos encontramos muchos, ¡gracias Conde!


Instante (inasible)

Se abrazaban los versos
con brazos de cordura
hechizando los hombros
de hombres sin almadura

azuzando el espejo
instantánea locura
al observarse añejo
robando nuestra frescura

palpando estoy la tecla
rozando conjeturas
contemplando de cerca

la estampa de un “sin duda”
todo tiene un porqué
y una flor, María José


-Condevolney 04-05-2010-

martes, 11 de enero de 2011

La casa (relato)

LA CASA.
Una mujer, joven, de unos cuarenta años. De complexión delgada pero no es deportista, sus músculos lacios anuncian su ánimo. Su pelo, medianamente rubio, deja asomar insolentes canas sobre su sien. Unos ojos oscuros de color indefinido, que hacen preguntas sin respuesta cuando te miran, están ahí, cansados de saberse grandes, preguntadores e impertinentes, sacando realidades que otros no quieren ver. Ojos no negros, son como una espiral que te absorbe hasta llegar a una verdad sin palabras, una verdad única, el oráculo que nos revela nuestro miedo jamás descubierto. Sus pestañas, largas como toldos al anochecer, atenúan la mirada incómoda de tan triste y sincera. Una boca de labios finos pero bien dibujados en el rostro, de perfil algo anguloso, su sinuosa comisura se muestra tranquila y aquietada. No decir nada es la última prescripción de la mente. Nada es la verdad más absoluta y es así cuando aún no hay sonido. La comisura, un labio sobre el otro suavemente descansando, asumiendo un destino fútil. Rodeada por la carne de las mejillas que es probable que comience a acusar la edad, contribuye con ellas a esa quietud del alma que los ojos anticiparon. El pelo, algo desordenado, trae resonancias de una alegría que otrora fue real.
Sentada en una butaca verde, en la penumbra de su casa, siente el silencio con que respira el edificio este mediodía de agosto. El calor la oprime, un peso que le impide tomar aire.
La casa, carcelero y refugio, se adueña de su mente y su cuerpo.
En estos días de sofocante calima, ella, como siempre, mantiene las persianas bajadas y las maderas de las ventanas cerradas para atesorar el frescor húmedo de la sombra. Allí, de esta manera, parece cobrar un suspiro de vida, y esa oscuridad diurna se convierte en su propia alma.
De la butaca al sofá, la mujer se tumba un rato. No tiene ganas de comer. La inactividad de su cuerpo se acrecienta paulatinamente. No piensa. Sólo siente la angustia de saber y el dolor de sus vísceras retorciéndose.
Oscurece, poco a poco cae la tarde, apenas entra luz y la rodean geométricas siluetas.
No hay movimiento alguno. Cierra los ojos. Así, sin abrir los labios, sin apenas sentirlo, exhala su último aliento. Y esta casa es su última morada.
Cartagena a veintinueve de marzo de dos mil diez.
Mª José Contador.

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